Las razones de la novela impura

Me refería antes a la fragua de una escritura narrativa nueva y es en ella donde hay que buscar la in-dudable significación de Benjamín Jarnés en la novela española del siglo XX.
Pertenece a una generación, la del Arte Nuevo (en la que se incluye el grupo poético del 27), para la que el homenaje a la tradición y el usufructo de las innovaciones vanguardistas se planteó como el único camino posible hacia la construcción de un arte a la altura de los tiempos. Jarnés conoce, y muy bien, los clásicos grecolatinos y la Biblia, pero también nuestros clásicos, desde Berceo o Juan Ruiz hasta Espron-ceda, el Duque de Rivas o Bécquer, pasando por la picaresca y los grandes ingenios de la Edad de Oro (consideró a Gracián su maestro). Los cita, parafrasea y glosa en sus novelas, les rinde tributo de admira-ción y los parodia. Y otro tanto hace con algunos autores europeos, como Goethe o Stendhal. Entre los contemporáneos españoles respeta a Unamuno, Valle-Inclán y Azorín, Juan Ramón, Pérez de Ayala y Ga-briel Miró (éste fue un fervor generacional) y, naturalmente, a Ramón. Entre los modernos extranjeros le subyugaron los franceses Jean Giraudoux, Paul Morand, André Gide y Jean Cocteau, pero leyó toda la mejor lieratura renovadora, desde Wilde o Pierre Louys, cuyo erotismo decadente le tentó en algún instante, a Proust, Joyce, Pirandello, Huxley o Lawrence. La lista sería inacabable y, desde luego, inocua. Porque estos nombres bastan para testimoniar que Jarnés fue un lector voraz, y no sólo por vocación sino también por su oficio de crítico literario.
La fórmula novelística de Jarnés, por lo tanto, no fue el resultado de la ignorancia o la ineptitud para la narración realista de argumento bien tramado y personajes modelados a imagen y semejanza psicológica de los lectores, sino el producto de una meditada consideración sobre el género y su función individual y social. Concibió la novela como un artefacto que proyecta iluminaciones fulgurantes sobre los rincones oscuros de la vida, aquellos que no recogen los espejos del realismo convencional. La novela se convierte, por ello, en acontecimiento cognoscitivo, en ensanchamiento de la vivencia del mundo. «La realidad humana nunca fue peor comprendida que en los tiempos del llamado realismo», escribió. Ante la realidad fragmentaria, turbulenta, múltiple e inabarcable que aprehende el hombre (en particular el de los años veinte) sólo cabe un realismo artístico, el que registre el fragmentarismo, la turbulencia y la multiplicidad, el que sea mimesis no del trivial acontecer sino de la percepción del mismo. Una percepción que, además, había sido adiestrada en las nuevas perspectivas reveladas por el cine (los primeros planos, el ralentí, el fundido) o por los medios de locomoción (el baile del paisaje alrededor del automóvil). «Realismo es dispersión –advierte Jarnés–, multitud de cosas en torno a los hombres».
Su propósito nunca fue crear una novela deshumanizada, vaciada de inquietudes humanas o refrac-taria a la experiencia diaria del vivir. Al contrario, en 1929 exhortó a los artistas jóvenes a que superaran su inhibición, abandonaran su criptas y asaltaran el mundo, intimaran con él y lo trasladaran al lienzo y al pa-pel: «volvamos a pintar alguna cosa en el muro en blanco». Ello sin olvidar que su primera responsabilidad social es la de artistas, no la de apóstoles de la revolución o cualquier otra advenediza. Deploró, en conse-cuencia, la novela instrumentalizada por la pugna política, como abominó de la novela humorística que es sólo caja de risas y de la novela blanca (o rosa) con que se embrutecía copiosamente el público lector femenino. En una de sus certeras síntesis afirmó: «Las buenas novelas no suelen tener fin ni fines». Ni el final aristotélico que corona el desarrollo argumental, ni los fines ilegítimos que trascienden los meramente estéticos.
Esto no significa que Jarnés propugnara una novela de encastillada artisticidad, una versión novelística del purismo poético representado por Valéry, Juan Ramón o Guillén. No fue así. Condenó la pureza literaria como una «embozada invitación a la esterilidad», como el refugio del artista estéril, del holgazán de obra escasa en extensión e intensidad. A la parvedad quintaesencialista, él opuso una impureza (uno de sus muchos proyectos malogrados fue el ensayo Elogio de la impureza) que adquiriría su denominación más ceñida en 1930: integralismo.
Disconforme, pues, con la chata representación de las apariencias y descontento con la vacilación de los nuevos artistas ante la realidad, Jarnés abogó por una novela libre de ataduras dogmáticas, fundada en dos pilares: la invención y el estilo. La invención jarnesiana no guarda parentesco con la sarta de peripecias triviales o fantásticas de la novela tradicional, sino que es una función combinada de la memoria y el análisis del entorno. La memoria opera en dos órdenes, el de la propia biografía del escritor (no hay relato suyo en el que no abulte la osamenta autobiográfica) y el de la vasta cultura libresca. En el primer orden, Jarnés espiga momentos de su recuerdo que, sometidos al segundo orden, se elevan a un plano mítico, adoptando a menudo el patrón de un mito clásico (Perseo y Andrómeda en La novia del viento) o de un personaje bíblico (San Pablo en Teoría del zumbel). El análisis del entorno le permite anclar la invención al espacio físico, emocional e intelectual que es familiar a sus lectores (la ciudad moderna, el balneario, o las artes de seducción, la insignificancia del individuo en la masa, la sospecha de que todo se desvanece en el aire...). La novela se transforma así en un complejo mecanismo mediante el que se explora la atónita y poliédrica condición humana en el horizonte de la era científico-técnica.
Queriendo reconducir el Arte Nuevo hacia el terreno de lo humano fue como Jarnés formuló, en 1930, la doctrina del integralismo en el prólogo a Teoría del zumbel. En síntesis, el escritor, de la mano de Jung (El yo y el inconsciente se había traducido en 1928), considera que el novelista debe tomar en considera-ción, además del avatar diario de la consciencia, los dos estratos de la subconsciencia humana: el de las reminiscencias individuales y el de la «historia general de la humanidad», esto es, el inconsciente colectivo. En otros términos, el novelista debe encarar la vida, «nuestra vida: única realidad, única verdadera primera premisa de todos los silogismos que puedan después urdir el filósofo y el artista», una vida que comprende tres latitudes: la de la vigilia, la del ensueño (el vuelo del deseo) y la del sueño (las zahúrdas del instinto). El ordinario trajín de la subsistencia (objeto del realismo) no debe soslayar el poderoso motor que son los ideales y la imaginación (objeto del romanticismo) ni las fuerzas oscuras y prerracionales que gobiernan la conducta (objeto del psicoanálisis y cantera del surrealismo). Ése es el hombre integral que debe preocupar al novelista. Así lo estimó Jarnés y desde esta comprometida defensa del equilibrio entre arte y vida, razón e instinto, tradición e innovación, deben ser hoy leídas sus obras.

3 comentarios:

Marcos Max 27 de febrero de 2011, 11:47  

Las razones de la Novela Impura es un libro de que año? de que escritor?, estoy buscando libros para reseñar en mi sitio de libros online, hay alguno en especial que me puedas recomendar?.
Muchas gracias

Anónimo 10 de abril de 2011, 2:03  

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Anónimo 22 de noviembre de 2022, 19:42  

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